Música: La barbacoa, de Georgie Dann
Juego: Food Chain Magnate, de Jeroen Doumen y Joris Wiersinga
Voy a intentar mejorar el blog, pero con calma, que tengo otras cosas más importantes que hacer (como pasarlo bien). Hay algunas secciones que tienden a repetirse, una por recurrente —la relativa a mi estado de salud—, otra por una concatenación cuasidivina de circunstancias debido a la cual, los autobuses y yo mantenemos una relación especial de amor-odio, y otras secciones que estrenaré en el futuro. A partir de ahora (y quizás retroactivamente, si encuentro tiempo), marcaré el inicio de dichas secciones con una miniatura (si estáis leyendo esto en el móvil, quizás no sea tan miniatura; solución: no seáis ratillas y compraos un móvil más grande). Admito sugerencias sobre nuevas secciones o formato.
Sección sobre mi estado de saludTengo otra infección. Ya voy perdiendo la cuenta, pero se cumple el mismo patrón: una semana después de terminar el tratamiento de una infección, caigo presa de otra. En fin, han escuchado mis súplicas y me han dejado pasarla en casa. Pero justo esta vez se han equivocado de antibiótico, así que una semana después, sigo con fiebre, hecho polvo y me toca empezar otro tratamiento de dos semanas con otro antibiótico.
Pero lo peor son los dolores. Se han focalizado en las vértebras lumbares y ahora me permiten dormir y descansar bastante bien de lado, pero en cuanto las apoyo, sea para ponerme boca arriba o para subir a la silla, sufro un dolor intenso que asciende rápidamente, me atenaza el pecho y me dificulta la respiración. Al cabo de un rato se vuelve insoportable y empiezan a doler me las piernas. En conclusión, que apenas puedo dar pequeños paseos con la silla. Puedo adoptar posturas forzadas que a veces me permiten aguantar unas horas quieto, pero luego pago el esfuerzo.
El domingo pasado tenía una barbacoa con mis amigos en Viana de Cega —a quince kilómetros de aquí— que llevaba tiempo planeando… desde cuando estaba mejor. Dudaba entre ir o no ir, porque no quería ser una molestia para ni siquiera disfrutar; era una locura: viaje en coche y varias horas sentado. Pero mis amigos me convencieron.
El viaje de ida me dejó muy dolorido y fatigado. Afortunadamente, se me pasó tras un par de horas tumbado. Luego aguanté sentado mucho más de lo que esperaba. Eché de menos a algunas personas, pero lo pasé muy bien, y para rematar una tarde excelente me cayeron unos regalos de cumpleaños sorpresa bien chulos.
El viaje de vuelta fue matador. Me tuvieron que subir a casa con la silla y lo pagué durante la noche —apenas dormí por los dolores y el mareo— y el día siguiente. Pero superado todo eso, el recuerdo de la buena tarde que pasé es mucho más vívido que el de los sufrimientos.
Algo similar sucedió un par de días más tarde cuando, ya recuperado de la «aventura» anterior, decidí ir a ver a mi padre. Los trayectos fueron mucho más cortos y soportables, pero el esfuerzo me pasó factura igualmente. Sobreviví a la visita gracias a la ayuda que recibí, pero ver a mi padre fue inolvidable. Estaba bastante activo, respondió a algunas interacciones y se emocionó tanto como yo. La conclusión fue la misma, pasé un gran rato a cambio de sufrimiento.
Y llega la pregunta, ¿merece la pena realizar estos esfuerzos que me pasan una gran factura física para disfrutar un rato? Quizás incluso estos excesos perjudiquen mi recuperación. ¿Debería cuidarme más? ¿Es mejor centrarme en recuperarme de mis problemas físicos para disfrutar cuando esté mejor? O quizás nunca llegue a estar mejor. Es la primera encuesta seria que hago y tendré en cuenta las respuestas como si fueran consejos, así que os pido por favor que contestéis… y lo hagáis en serio.
La aventura autobusera de esta semana no es muy divertida. Tuve que acompañar a mi madre a un médico y ya descubrí que el conductor era una de esas personas simpatiquísimas, a las que les cuesta horrores soltarte una palabra. Porque, oye, responder supone un gasto de energías y en estos tiempos que corren, uno no está para semejantes dispendios.
A la vuelta nos tocó el mismo conductor, y pudiendo estacionar a lo largo de un carril reservado de 200 metros y libre de obstáculos, lo hizo justo de forma que la rampa de salida iba a dar directamente a la marquesina de la parada; si bajas con una silla de ruedas, el impulso de la rampa te lleva a darte de bruces contra la estructura. Yo bajé de todas formas, porque me gustan la aventura y el riesgo, pero al llegar abajo se me ocurrió indicarle —con educación, ya me conocéis— que en el futuro, si va a bajar un discapacitado, procurase colocar la rampa en un lugar seguro. El conductor ni siquiera me dejó terminar mi breve exposición, empezó a gritarme que «vosotros los minusválidos…», «no hacéis más que quejaros», que si «no entendéis que»… Yo creo que no había mucho que entender: tenía 200 metros para detener el autobús y lo hizo justo delante de peor obstáculo. Además, yo ni siquiera pretendía reprochárselo, y así se lo intenté hacer saber, pero el energúmeno no paraba de gritar y quejarse, como si el ofendido fuese él.
Así que viendo que no iba a conseguir nada, me despedí con un «váyase a tomar por culo» que le hizo enfurecer todavía más (yo en cambio me quedé bien a gusto; me pregunto si será una manifestación del principio de conservación/transformación de la energía de Newton). Eso sí, al llegar a casa, llamé a la empresa y envié una queja formal por escrito sobre el conductor, indicando la matrícula, número de autobús, horario y parada a fin de identificarlo. Y me quedé más a gusto todavía, oiga.