Ya en julio empezaron las actividades opcionales de la tarde. El hospital ofrecía un taller de manualidades, ping-pong y una sala de informática. Yo pedí autorización para las tres, aunque en las poco más de tres horas que teníamos disponibles por la tarde solo me iba a dar tiempo a dos. No tenía más tiempo porque dependía de que los celadores me levantaran de la cama (en torno a las 16:30, media hora antes de merendar) y me volvieran a acostar (a las 20:00).
Aula de informática del Hospital Nacional de Parapléjicos, actualmente cerrada por recortes de personal
Al final me pasaba unas dos horas en la sala de informática, aburrido como una ostra, haciendo ejercicios de mecanografía para recuperar el que hasta ahora había sido mi medio de vida: la traducción. Remataba la tarde con tres cuartos de hora de ping-pong, que me venía bien para ganar movilidad y fuerza en los brazos. Eso sí, tenían que atarme la pala a una mano, porque mis dedos no tenían suficiente fuerza para retenerla y se me iba volando a las primeras de cambio.
Creía que con la cantidad de pacientes que alojaba el hospital y que no había otra alternativa más que salir al jardín a asarse bajo el inclemente sol toledano, las actividades iban a estar hasta la bandera, pero me sorprendí mucho al comprobar que estaban prácticamente desiertas.
Durante todo este tiempo, mi primo y su mujer -que viven en Toledo- sacaban un rato a diario para venir a ayudarme con la comida. Quizás «ayudar» sea decir poco, porque en realidad me daban de comer, me preparaban el colutorio para limpiarme los dientes, me colocaban el ordenador en la mesa…
Yo siempre decía que sí a todo lo que me proponían, así que poco a poco, mi horario matutino comenzaba a llenarse de actividades: electroterapia, bicicleta manual, ejercicios para potenciar el equilibrio… y las dos horas de terapia ocupacional. Llegaba destrozado a comer.
Sala de fisioterapia del Hospital Nacional de Parapléjicos
En agosto me dieron una silla eléctrica, también propiedad del hospital, haciéndome prometer que no dejaría de usar la manual. Tardé tres días en romper esa promesa: con tantas actividades, los desplazamientos en la silla manual me llevaban una eternidad, así que hacerlo en silla eléctrica era la única forma de llegar a tiempo a todas mis actividades.
El empeño que ponía en rehabilitarme estaba dando frutos. Comencé a aprender las cosas básicas en terapia ocupacional: a pasarme de la silla a la cama y viceversa, y a vestirme. En cuanto me enseñaban algo, todos los días tenía que hacerlo yo. A los celadores y las auxiliares, muy simpáticos, les resultaba muy gracioso que en cuanto acercaban la mano para ayudarme con algo, les pegaba un manotazo. Todo lo que podía hacer yo, tenía que hacerlo yo, solo, sin ayuda, por mucho tiempo que me llevara.