Música: I Say a Little Prayer, de Aretha Franklin
Juego: Civilization, de Kevin Wilson
A finales de mayo llegué al Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo en ambulancia, pero cargado de ilusiones y expectativas. Entre el fin de semana, mi fiebre y lo que tardaron en adaptar mi medicación, me dejaron varios días en cama. Cuando por fin me pusieron en movimiento, descubrí que antes de echarme a una silla de ruedas debía superar la prueba del «plano inclinado»: me tumbaban en una camilla que iban inclinando progresivamente; el objetivo era aguantar veinte minutos sin mareos en un determinado ángulo.
Lo que para una persona normal es algo muy sencillo, para alguien con una lesión medular alta, para el que los mareos son algo tan cotidiano como el agua para los peces, puede convertirse en una pesadilla, máxime cuando llevas más de dos meses tumbado.
Y allí estaba yo, todo el día en la cama, esperando que llegara el gran momento en el que llevaban mi cama al gimnasio y me trasladaban a la camilla, que comenzaban a inclinar. Llegado un punto no muy avanzado, comenzaba a marearme, pero yo siempre me lo callaba para intentar superar la prueba y comenzar la verdadera rehabilitación.
Meses después, mi fisioterapeuta de entonces se reía de mí recordando aquellos episodios en los que ella me preguntaba si estaba mareado y yo, con la cara pálida de un cadáver y los labios amoratados, respondía «No, qué va». Ella inexorablemente bajaba la inclinación ante mis airadas protestas: «¿Por qué lo bajas? No estaba mareado», explotaba yo mintiendo ante sus risas. Y me tocaba volver a la habitación y esperar otras 24 horas.
Y así pasé otra semana larga, presa de la desesperación, condenado en la habitación a contemplar cómo mi compañero de enfrente se levantaba por las mañanas ayudándose con el triángulo, se vestía, se transfería a la silla de ruedas, y se marchaba durante todo el día. Me parecía algo increíble.
Al ser lo único que hacía en todo el día, llegué a obsesionarme con eso del ángulo: no paraba de preguntar cuánto había alcanzado, cuánto solía tardar la gente en conseguirlo, etc.
Al final, eso de alcanzar un determinado ángulo era una patraña. Sobre todo porque la camilla no tenía ningún sistema para medir la inclinación. Cuando la fisioterapeuta creyó que estaba listo, me dio el visto bueno, me entregaron una silla de ruedas manual propiedad del hospital y comenzó mi proceso de rehabilitación.