Septiembre: ni contigo ni sin ti

Abuela gruñona

Mi relación con mi madre siempre ha sido tormentosa.

Ya de pequeño, cuando sacaba todo sobresalientes y un notable, solo se fijaba en el notable. Aquello me daba mucha rabia. Y lo peor era cuando comparaba mis notas con las de algún amigo. Me daba la impresión de que solo quería mis sobresalientes para poder presumir ante sus amigos.

Yo he heredado el genio de madre, así que aquellos enfados no eran poca cosa. Mi padre hacía de mediador, que básicamente consistía en intentar calmarme, porque mi madre no cedía. Nunca en su vida me pidió perdón por nada, así que todos aquellos enfados terminaban invariablemente cuando yo «volvía al redil». Me parecía tremendamente injusto que mi padre se pusiera del lado de mi madre incluso cuando sabía que no tenía razón. «Es tu madre», era su argumento favorito; y razón no le faltaba. Pero yo me cabreaba tanto que a veces tardaba meses en volver al redil.

La situación se recrudeció al hacerme mayor. No fui un adolescente fácil. No le gustaba mi forma de vestir, le disgustaban mis aficiones, le hacía feos a mis novias, no aprobaba mis ideas; no quería que saliera por las noches… Y durante la carrera, cuando mis notas comenzaron a ser mediocres, la tensión en casa era casi constante. El cuarto año estallé con una crisis de ansiedad. No fue culpa suya, pero sí fue un factor. Lo que más me extrañó es lo poco comprensiva que fue, teniendo en cuenta que ella ya era una «veterana» de los problemas de ansiedad.

Riña

Una escena habitual en mi juventud

Ya tenía claro que debía independizarme, pero no tenía los medios y —tal como me iba en la carrera— estaba bastante lejos de conseguirlos. La solución —temporal— fue irme a estudiar al extranjero, con una beca Erasmus. Pero a la vuelta el panorama no tardó en volver a ser el mismo. Hasta que la fortuna llamó a mi puerta. Encontré trabajo de traductor y en cuanto pude me independicé.

Fue irme de casa y empezar a «llevarme bien» con mi madre. Ella seguía igual, pero desde la distancia nos soportábamos mejor. El problema era la convivencia.

Cuando mi padre empezó a sufrir Alzheimer, mi madre pretendió seguir con su vida como antes. En uno de sus numerosos viajes, extravió a mi padre y pasó tan mal rato que desde entonces me pidió que viajara con ellos para ayudar. En realidad no era «ayudar», era «ocuparme» de mi padre, porque ella siempre estaba distraída con sus amigas o hablando con los guías. Eran viajes que me resultaban muy gravosos: no solo eran muy caros, para un autónomo dejar de trabajar significa dejar de ingresar y —aunque eran viajes muy chulos— viajar acompañado de personas que te doblan en edad no es la forma idea de pasar tus vacaciones. Lo cierto es que lo hice más por mi padre que por mi madre, para que disfrutara de los últimos años de lucidez limitada que le quedaban.

Travieso

No he sido un hijo fácil

Mi madre tardó poco en pedirme insistentemente que volviera a casa para ayudarle. Yo no estaba dispuesto regresar al punto de partida, sabía lo que supondría retomar la convivencia con mi madre y por los viajes sabía que esa «ayuda» que pedía en realidad era mucho más. Llegamos a un acuerdo: me mudé a nuestra antigua casa —que mis padres mantenían alquilada— para estar cerca de ellos y me hice cargo de todos sus temas económicos y sus papeles, que hasta entonces siempre había llevado mi padre. Tuve que dejar parte de mis clientes, cosa que no me vino mal del todo de cara al futuro, porque empecé a valorar el tiempo libre.

Hasta que mi madre empezó a estar mal. Le acompañé a varios psiquiatras y neurólogos, a veces con su hermana y su prima. Y entonces llegó mi lesión medular. Casi toda la responsabilidad, sumada a la carga que ahora suponía yo, recayó sobre mi hermano Carlos.

A mi regreso, nueve meses después, volví a ocuparme de los temas médicos de mi madre —con la ayuda de Claudia— y del papeleo; volvía con muchos ánimos y estaba deseando hacer algo útil. Mi casa todavía no estaba lista, así que no me quedaba más remedio que vivir en casa de mi madre. La convivencia todo este tiempo ha sido muy difícil, supongo que para ambas partes. Y la carga de mi madre me ha ido resultando cada vez más pesada.

Lo que he vivido estos dos años es lo mismo que viví antes de independizarme, aumentado por la enfermedad de mi madre y mi propia discapacidad. El último año se estuvo aprovechando de mi estado, sobre todo cuando estábamos a solas. Y estos últimos meses había cogido la desagradable costumbre de reírse de mí. Yo le dije algunas cosas muy feas. Además, estaba provocando discusiones entre los hermanos. Así que un día estallé, decidí que hasta ahí había llegado, que dejaba de ocuparme de mi madre, de sus médicos y de todas sus historias. Le pedí a Carlos que acabara mi casa cuanto antes y les dije a mis dos hermanos que iba a pasar en casa —con mi madre— el menor tiempo posible.

Abuela gruñona

«¡Con tu tío y tu tía irás a Bel Air»

Las consecuencias no se hicieron esperar. Ya el mismo sábado me empezaron a llamar familiares y amigos alertados por vecinos: mi madre, sola, se había descontrolado. Mi respuesta siempre era la misma: yo ya no me ocupaba de mi madre. El domingo fue una repetición de la tarde del sábado, por la mañana y por la tarde. Al quedarse sola, sentía miedo y se descontrolaba.

Pero lo peor sucedió el lunes, que era feriado. Decidido a permanecer alejado, pasé la mañana y comí fuera. Volví brevemente a casa y abrí la cocina —es el único sitio de la casa donde puedo lavarme los dientes y allí escondo mis medicinas—. Mi madre se abalanzó y aunque ya había comido, se puso a vaciar el frigorífico. No tenía ninguna intención de salir, pero yo debía irme y no podía dejar toda la comida y las medicinas a su alcance, así que hice lo que otras veces había funcionado: cerré la cocina con llave con ella dentro. Cogí el abrigo y un par de cosillas de mi habitación y fui a abrir la cocina para que saliera. Sin embargo, al abrir no la vi dentro. Llamé y no respondió. Vi la ventana de la galería abierta y entré en pánico. La silla no me dejaba acceder a la galería, así que temiéndome lo peor, bajé a toda prisa. Fueron los dos peores minutos de mi vida, solo superados por los momentos anteriores al derrame en la médula. Efectivamente. Allí la encontré, tumbada en medio del césped, con el camisón, con el tobillo en una posición imposible. Me encontré una escena horrible. Sin embargo, estaba viva. Y de hecho, se encontraba milagrosamente bien, cuerda, y sin mucho dolor.

No sé qué le llevó a esa situación. Quizás se vio encerrada y solo encontró esa salida, puede que intentara llamar la atención después de pasar dos días prácticamente sola… O quizás solo se cayera, como ella dijo. En cualquier caso, fue una caída desde un segundo piso alto y hemos tenido mucha suerte de que vaya a recuperarse; esperemos que casi del todo.

Desde entonces, no he tenido más remedio que volver a ocuparme de mi madre. Sin embargo, cada vez lo estoy haciendo más desde un segundo plano. Así debió ser desde mi regreso de Toledo; fue un error por mi parte pretender más. Ahora debo asumir mi parte de la culpa y —sobretodo— aprender de lo sucedido. Me está costando mucho dedicarme más tiempo «robándoselo» a mi madre, pero estoy convencido de que es mejor para ambos (y ahora mismo lo necesito). Nunca podrá resarcir la deuda que tengo con mi madre —por muchas desavenencias que hayamos tenido—, pero todo lo que he hecho por ella estos años me deja la conciencia bien tranquila.

Ya veremos qué nos depara el futuro, pero espero haber aprendido la lección. A veces las cosas tienen que ser de una determinada forma y forzar para que sean de otra no es bueno para nadie.

 

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4 comentarios

  1. Larga la espera, pero muy bueno el resultado. Conozco algo más de ti, una parte que no sabia y otra que por lo que contabas se veía que era así.
    Creo que te has echado una gran responsabilidad a tu espalda y que no te correspondía, según mi parecer, que es cuidar de tu madre. Eres tetrapléjico, tendrían que estar cuidándote y no al revés, se que te comportas como un parapléjico, pero hasta un parapléjico necesita ayuda.
    Espero que la relación con ella y con la ayuda de Claudia las cosas mejoren y te sea todo más llevadero.

  2. Gracias Miguel, por compartir tus sentimientos y vivencias, que nos permiten conocerte un poco más, y hacernos idea de lo difícil que han tenido que ser para ti, estos últimos meses. Es muy doloroso lo que ha ocurrido y es impresionante la fuerza que has mostrado. Deseo y confío en que la situación mejore y puedas vivir tranquilo, como te mereces. Un fuerte abrazo y adelante!

  3. Creo Miguel que ya has sufrido demasiado y que has demostrado una gran amor y una gran generosidad con tu madre todo el tiempo que la has dedicado sin apenas poder, pero como tú mismo reconoces, todo lo que has hecho de bueno por ella a lo largo de mucho tiempo, te da tranquilidad y paz en estos momentos y te sirve de consuelo.
    Ahora debe llegar un tiempo de serenidad y relajación para todos, porque os lo habéis ganado con creces y deseo de corazón que así sea.

  4. Muchas gracias por vuestros amables comentarios. Es una entrada que me ha costado mucho escribir, llevo más de cuatro meses escribiendo, borrando y añadiendo. Algunas de las cosas que he compartido con vosotros no las sabía nadie, solo mi padre. Al final he preferido evitar los detalles, pero como ya sabéis, cuando una relación no funciona, las dos partes suelen tener culpa. Además, en este caso, mis hermanos no han tenido esos problemas con mi madre, por algo será.

    Gilberto: que necesites ayuda no significa que no puedas ayudar a los demás. Son embargo, es cierto que a veces a veces al forzar se consigue el efecto contrario. Estoy seguro de que el cambio será bueno para ambos, como dicen Pilar y Aurora.

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