25 de diciembre: valoración final

Música: My Way, por Frank Sinatra
Juego: Robinson Crusoe: Aventuras en la isla maldita, de Ignacy Trzewiczek

 

¡Hola a todos!

Os prometí una conclusión de mi estancia en el Hospital Nacional de Parapléjicos. La semana pasada he estado muy liado, así que no ha podido llegar hasta ahora.

Really?

¿Qué sería de un blog sin gatetes‽

Para ello, lo primero es ver cómo llegué. En Valladolid estuve dos meses hecho una piltrafa, consumido por la fiebre, delirando por las noches y a veces también por el día. Requería vigilancia durante las veinticuatro horas, no lograba hablar más de cinco minutos con cada persona y me costaba horrores concentrarme para seguir una conversación.

Físicamente, había perdido el control de los músculos a partir del cuello, y lo poco que me quedaba estaba muy débil. Tenía que hacer ejercicios respiratorios porque no podía ni toser, me costaba levantar las barritas de sodio de 100 gramos que me recomendó mi primo y mis dedos no tenían fuerza ni para aplastar un poquín la más blanda de las pelotas de goma. Por supuesto, no podía comer solo; casi siempre me daba de comer mi tía y de cenar algún amigo. No tenía fuerzas ni precisión para coger el móvil y cuando alguien me lo ponía al lado, me pasaba cinco minutos intentando pulsar el botón de encendido antes de renunciar presa de la más absoluta desesperación. Sabéis que odio pedir ayuda, pero en esos momentos en los que era un inútil total, en esos lapsos de consciencia que tenía en la UCI, el personal tuvo muchísima paciencia y cariño conmigo. Es algo que nunca olvidaré.

Rambo

¡¡Dios mío, no siento las piernas!!

Partiendo de esa base, es fácil mejorar. Recuerdo que al llegar a Toledo, miraba con envidia a mi compañero de enfrente, un parapléjico de origen sudamericano que se agarraba del triángulo que colgaba encima de la cama para incorporarse y sentarse, porque yo no lograba levantarme ni un milímetro. Los comienzos en Toledo también fueron duros. La gente ya llegaba en silla de ruedas y con menos tiempo de hospital. Yo me mareaba en cuanto me incorporaban lo más mínimo.

Pero en cuanto mejoré un poco, seguí los consejos que me habían dado y me entregué en cuerpo y alma a trabajar. Las mejoras tardaron en llegar, pero cuando empezaron a hacerlo, me entraron más ánimos para seguir trabajando y mejorando. Yo quería ser independiente, no tener que depender de que los celadores me limpiaran, bañaran, vistieran y acostaran. Yo quería lo que tenían otros pacientes. Y lo conseguí rápidamente.

No todo fueron éxitos. Dediqué dos horas todos los días durante cuatro meses a reaprender mecanografía para poder volver a trabajar, pero tuve que acabar claudicando ante la evidencia de mi lesión. Tampoco fue tiempo perdido, porque me sirvió de terapia para los dedos. Mi gran otro «fracaso»: el médico predijo que mi lesión cervical mejoraría a una dorsal y no se produjo. Entonces no me paré a pensarlo demasiado, ya que se trataba de algo que no dependía de mí. Ahora sí me doy cuenta de que aún sin andar, mi vida sería muchísimo más fácil si hubiera recuperado toda la funcionalidad de las manos, tuviera algo de musculatura en el tronco que me sostuviera y mis sistemas digestivo y circulatorio no estuvieran tan perjudicados. Pero es lo que hay y nada gano lamentándome.

En cambio, prefiero pensar en todo lo que he conseguido. Al quinto mes ya estaba a tope. Todos los músculos que controlaba estaban fuertes y con las manos lograba manejarme, dentro de mis limitaciones. Y a partir de ahí, ya había poco que mejorar, pero conseguí incluso mis dos objetivos más ambiciosos, subirme yo solo al bipedestador y del suelo a la silla. Por supuesto, tengo que mucho que agradecer a las que acabaron siendo mi terapeuta y mi fisio; tuve mucha suerte de que me tocara con ellas. Tuvieron mucha paciencia con mi cabezonería, sobre todo el último mes, cuando me salí del guión para intentar aprender cosas que creía necesarias para mí. Y quiero extender mi agradecimiento al personal de la planta: no solo hicieron su trabajo de forma excelente, sino que lo hicieron con cariño; y eso se agradece mucho en nuestra situación de especial vulnerabilidad.

Mis fisios me dijeron que había superado con mucho las expectativas que tenían conmigo y el personal de planta estaba encantado: me aseguraban que no habían tenido un paciente como yo en muchos años, con una mejoría tan espectacular, con tanta valentía y tantas ganas de recuperarse.

Mala

Mala budista

El día de mi partida fue muy emotivo, alguno vino a despedirse en su día libre y un celador budista con el que me llevaba especialmente bien, me regaló su mala (un collar de cuentas que multiplica el efecto de los mantras), que le habían dado en el Tíbet.

Así pues, la única queja que tengo es que las tres últimas semanas las pasé con muchos dolores neuropáticos y una debilidad extrema. Yo creo que el médico no debería haberme dado el alta en esas circunstancias, pero el tiempo dirá si acertó.

En definitiva, que estoy muy satisfecho con mi estancia en Toledo.

Moustache

Esa es otra historia

Aunque sé bien que una cosa es manejarse y vivir en un hospital con todo adaptado, donde te hacen la comida y tienes pasillos y espacios enormes, y otra muy diferente en un escenario de la vida real, con las estrecheces de un piso de ciudad y todas las barreras que muchos no veis (como yo no veía antes), pero están ahí. Sin embargo, como diría Moustache, de Irma la dulce, «esa es otra historia».

No quiero despedirme sin agradeceros de nuevo el apoyo que me habéis prestado, incluso a distancia. Puede sonar falso, pero el otro día coincidía con otro paciente al comentar que en los momentos de mayor debilidad, que los hubo, cuando pensaba en tirar la toalla, recordaba a toda la gente que tengo detrás, en todo lo que me habéis ayudado, y así era imposible rendirse o bajar los brazos.

Espero que todos hayáis pasado un buen día de Navidad y os deseo felices fiestas a todos.

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