Sol

Vuelvo a la carga. Los que sigáis por aquí, ya sabéis que si no escribo suele ser porque las cosas no van bien. He reescrito esta entrada unas 20 veces y sigo sin estar convencido de publicarla. Al final me he decido a hacerlo porque me parece interesante que veáis hasta qué punto puede afectarnos vivir en un entorno hostil.

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Desde que me volvieron a atropellar a principios de años, pasé unos meses muy malos, con muchísimos dolores. Una tercera parte de los días no podía ni levantarme de la cama. Así que aunque el calor me sienta mal, esperaba con ganas que la llegada del buen tiempo viniera acompañada de una mejoría. Ya sabéis que paso la época estival en un chalet viejo que compraron mis padres, fuera de Valladolid, porque mi cuerpo no soporta los calores de la ciudad: no regula bien la temperatura, no sudo, y si me pongo bajo el sol, la fiebre y los desvanecimientos no tardan en hacer acto de presencia. Gracias al método ensayo y error, durante mis dos primeros veranos comprobé que mi cuerpo no admite más de 27-28 ºC, así que este año fui previsor, llené el chalet de termómetros y en ese sentido no he tenido mayores problemas que el tener que quedarme dentro de casa todo el día, con la excepción de pequeños pero felices excesos breves con ocasión de las visitas de mi sobrina.

 

Sol

Lo que veo cada vez que salgo de casa

 

Mi hermano Carlos hizo un considerable esfuerzo para adaptar el exterior del chalet de mis padres para hacerlo accesible, pero el interior —que es donde he pasado el 99% del tiempo— sigue casi igual, así que he notado una gran diferencia respecto a mi casa. Además, por motivos que no vienen al caso, me han relegado a una habitación más pequeña y mi ordenador se trasladó a otra habitación aún más pequeña, así que prácticamente he pasado tres meses en 20 metros cuadrados. Ambas habitaciones están justo frente a la de mi madre, que debido a su estado no deja de incordiar día y noche.

Mi hermano teletrabajó desde el chalet durante todo el verano, la mitad del tiempo hablando a voces por el teléfono. Otra manía suya que me resulta bastante molesta es la de ponerse a hacer diversas cosas, dejarlas a medias durante semanas y abandonar los trastos en medio. Si no tengo mucho dolores, tampoco es que me suponga un esfuerzo extraordinario apartarlos, pero me cuesta mucho más que a una persona normal y no puedo recogerlos, solo moverlos, así que siguen siendo una molestia y me limitan aún más el acceso a determinados lugares.

La paciencia que adquirí durante la convalecencia inicial me ha venido muy bien. Sé que no lo hace con mala intención, pero los que lo conocéis sabéis que es muy autoritario y no admite opiniones distintas a la suya. Este año no he querido discutir con él porque sé que también llevaba una carga importante encima; además, solo suele servir para cabrearme, me caliento enseguida y acabo diciendo cosas que en realidad no pienso. También soy consciente de que el chalet no está solo para mi disfrute. Son circunstancias que en una situación normal no habrían supuesto un gran problema, pero la acumulación de todos estos factores a lo largo de tres meses, sumada a mis limitaciones físicas y dolores, todo lo que arrastra la pandemia y otras circunstancias de mayor o menor importancia, me acabó desquiciando.

Recordaréis que uno de mis salvavidas durante la pandemia habían sido los juegos de tablero a distancia. También lo fueron durante la primera mitad del verano, pero entre el hastío derivado de mi situación y que mis compañeros de juego fueron encontrando otras ocupaciones veraniegas, acabé dejándolo. Sin posibilidad de leer, ver la tele o recurrir a otras opciones de ocio, mi situación no hizo sino empeorar.

 

Tabletop Simulator

Gloomhaven en línea, un juego de mesa muy popular

 

He procurado —y creo que conseguido, salvo con mi hermano en alguna ocasión— no pagarlo con los demás. Sin embargo, llegado un punto, todo esto terminó de superarme y, ya al borde del colapso mental, pedí a unos amigos que me llevaran de vuelta a Valladolid en cuanto el calor empezó a ceder un poco. Soy consciente de que en vez de resolver mis problemas, huí de ellos. Pero mis intentos de resolverlos acabaron en broncas, así que la huida supuso un gran alivio inmediato y necesario. Sin duda, ha sido el peor verano de mi vida, superando incluso al que pasé en el Hospital de Parapléjicos de Toledo después de la lesión medular. Ya veremos qué pasa el próximo, pero de momento prefiero dejar atrás ese capítulo de mi vida.