Sigo con mis problemas de salud, que se manifiestan fundamentalmente en forma de dolor. Son dolores neuropáticos en la zona lumbar, que luego se irradian a las pantorrillas y finalmente a los pies, todas ellas partes del cuerpo en las que no tengo sensibilidad. Y me surgen al apoyar la zona lumbar, en la silla, pero sobre todo al tumbarme boca arriba en la cama. Los sufro desde poco antes de regresar de Toledo, pero este último mes con especial virulencia.

Otro día os hablaré de eso; hoy me limitaré a contaros que estos dolores me impiden moverme mucho y salir de casa. Ni siquiera estoy yendo a fisioterapia, porque son siete kilómetros de trayecto que me resultan bastante traumáticos. Y además luego tengo que volver.

La otra gran traba que me estoy encontrando es la lluvia. Un día ignoré la llovizna para acudir a una consulta relacionada con el atropello de julio en un hospital a un par de kilómetros de mi casa —deseoso de acabar de una vez con ese tema—. Pero a la vuelta la llovizna se convirtió en lluvia intensa. Sequé la silla a conciencia —lo mío me costó—, pero el día siguiente ya advertí problemas en su funcionamiento.

Lloverá en Valladolid

The rain in Spain stays mainly in the plain

Desde entonces no quiero salir cuando llueve, ni cuando amenaza lluvia, porque si necesito volver por cualquier contingencia, no puedo esperar a que escampe. Y últimamente llueve todos los días, en algún momento u otro. El pronóstico de esta semana no es muy alentador, para regocijo de la gente del campo (aunque el volumen de las precipitaciones tampoco les dejará muy satisfechos).

Afortunadamente, están Claudia y Sirka, y me visitan muchos amigos. Además, todavía tengo que hacer muchas cosas en casa.

 

PD: Como habréis advertido, voy a hacer cambios en el blog (de nuevo). Voy a intentar publicar con más frecuencia, pero artículos más breves, sobre uno o dos temas como mucho. También abandono la canción y el juego de cada entrada: apenas sé de música y los juegos no los conocía casi nadie.

 

 

 

Salón

Un espacio mucho más amplio, con las paredes y pilares imprescindibles, para facilitar el movimiento

¡Por fin he vuelto a mi casa! Era el gran objetivo desde que salí del Hospital de Parapléjicos de Toledo. Sin embargo, mi regreso no ha sido como esperaba.

La casa está genial. Yo no sabía muy bien lo que quería ni lo que necesitaba, así que mi hermano ha tomado muchas decisiones por mí. He descubierto que lo más importante es el espacio. Carlos ha acertado de pleno, como podéis ver en las fotos. Es un placer poder moverme por la casa con tanta facilidad. Ya os contaré con más detalle, pero me estoy deshaciendo de muchas cosas.

Mi habitación

Fusión de la habitación de invitados, la sala de juegos y un pasillo, un espacio diáfano

Lo que sí tenía claro es que quería accesibilidad. Quería poder acceder a todo en mi casa. Me estoy dando cuenta de que quizás no sea posible, o conveniente. Otra cosa en la que Carlos tenía razón.

Hay otros aspectos, como el baño, en los que no me hizo caso y no tengo tan claro que vayan a funcionar bien. Pero quiero mantener una actitud abierta porque quizás tenga razón y al final acaben siendo buenas para mí. Ya que están así, voy a probar.

Sé que las reformas se han alargado mucho, pero eso ya pertenece al pasado; lo importante es que ya estoy aquí. Y además de no cobrarme nada, mi hermano Carlos ha invertido mucha ilusión y un tiempo que no tenía en este proyecto, que es todavía más de agradecer. Es el mejor regalo que he recibido y que nunca recibiré. De largo.

Mi cama

Otra perspectiva de mi habitación

Os decía que el regreso no ha sido como esperaba. Me está costando mucho adaptarme, a pesar de que Claudia me está ayudando mucho. Además, está coincidiendo con una etapa de muchos dolores, que no sé si está relacionada. No lo estoy pasando nada bien. No puedo evitar recordar mis últimos meses en el hospital de Toledo, cuando me decían que era una locura irme a vivir por mi cuenta, dada la gravedad de mi lesión.

No obstante, quiero ser optimista. Los principios siempre son duros y cuando la casa esté a punto será algo más fácil.

Hay que tener en cuenta que este es el verdadero principio de mi nueva vida, tal como yo la quería, en mi propia casa. Las mejoras que consiga, a partir de ahora, serán permanentes. A partir de ahora podré ver qué tiempo me queda libre cada día, qué voy a poder hacer y qué no, cómo me organizo para hacer las cosas —la compra, la limpieza o cuidar de la perra, por ejemplo—, si puedo trabajar algo, y un largo etcétera de cosas. Voy a ver cómo va a ser mi vida, en definitiva. Son un montón de nuevos retos que debo afrontar.

No me queda más que agradecer a mis hermanos —sobre todo y de nuevo a Carlos— y a mis amigos por ayudarme a poner a punto mi casa. Hay muchas cosas que contar y esto es un trabajo en curso, así que os seguiré contando.

 

Hoy mi padre habría cumplido 85 años, de no haber fallecido este verano. En realidad, ya le habíamos perdido hace unos años, víctima de una terrible enfermedad que nos lo fue arrebatando poco a poco. Lo que quedaba ya no era mi padre, era una persona que solo sufría.

Haber sido testigo de ese sufrimiento facilitó la aceptación de su partida. Sin embargo, es inevitable pensar que quizás no haya disfrutado de él cuando estaba lúcido todo lo que habría podido. Tuve la misma sensación cuando murieron mis abuelos, sobre todo con el paterno y la materna, con los que conecté más; eran de esas personas que mejoran la vida de todos los que les rodean, igual que mi padre.

Recuerdo que de pequeño, siempre te preguntaban quién era tu ídolo. La gente solía mencionar a deportistas, músicos o sus padres. Yo elegía a Michael Jordan, pero por decir alguien. No tenía ningún ídolo y no quería hacerme «el especial». Solo admiraba su forma de jugar al baloncesto, no lo conocía como persona. Y hay un gran paso desde «admirar» a «idolatrar».

Con la madurez, los ídolos suelen caer: descubrimos que lo que hacen no es tan importante o algún aspecto de su vida que no nos gusta. En mi caso ha sido al revés: la madurez me ha traído un ídolo. Ya imagináis de quién estoy hablando. Con el paso de los años, he aprendido a valorar sus virtudes y si hay alguien a quien admire, alguien que me sirva de ejemplo, alguien a quien quiera imitar, ese es mi padre.

No me voy a enrollar. Los que le conocisteis ya sabéis cómo era y los demás no le conoceréis por mucho que os cuente. Así que os dejo con las palabras que, como hijo mayor, pude decir en su funeral.

Mi padre

Al poco de ingresar en la residencia

 

«Me vais a permitir que ya que la vida no le ha concedido el final que mereció, intente hacer justicia a mi padre con unas breves palabras.

Antes de nada, queremos daros las gracias a todos los que habéis podido venir para acompañarnos en estos últimos momentos, ayer y hoy. De haber estado vivo os habría dicho «No tendríais que haberos molestado», pero en el fondo le habría gustado, porque vuestra presencia aquí significa que algo habrá hecho bien en su vida.

Fue un alumno modélico, un deportista ejemplar, cristiano devoto, un amante de los animales, pero por encima de todo, una buena persona. Es lo que siempre se dice en estos sepelios, solo que en este caso es verdad. Y lo bueno de la verdad es que no hace falta demostrarla, porque todos la conocéis.

Sin embargo, no quiero hacer un discurso apologético. No sería propio de la modestia de la que siempre hizo gala.

A lo largo de los años he ido descubriendo la gran cantidad de personas a las que mi padre ayudó, de una forma u otra. Él jamás dijo nada, porque es la ayuda del que no espera recibir nada a cambio. Lo hacía por pura benevolencia, porque se lo pedía el corazón. Y estoy seguro de que habrá ayudado a muchos otros de los que nunca sabremos nada.

Todos sabéis la devoción que sentía por mi madre. Amor verdadero, puro y desinteresado. A pesar de que mi padre lo tenía todo para triunfar en la vida, decidió dedicar la suya a su familia y sus amigos. Y yo os pregunto: ¿Hay mayor regalo que ese?

Porque como padre, no habríamos podido pedir a alguien mejor. Soportó con una paciencia a prueba de bombas los conflictos familiares que creamos los demás, de los cuales me confieso principal responsable. Desde su modestia de actor secundario, hizo de piedra angular, y mantuvo a la familia unida.

Nos enseñó a distinguir la paja del grano, a hablar con hechos y no con palabras. Pero el mayor regalo que nos ha hecho a los hijos es educarnos con el ejemplo. Nunca nos pidió algo que no hiciera él. Porque Gaspar hacía las cosas de la manera correcta sin esperar nada a cambio más que la satisfacción de haberlas hecho bien.

Padre e hijo

Apenas hace año y medio

Quiero terminar con una anécdota muy privada que hasta ayer no había contado a nadie.

Antes de sufrir la lesión medular, iba a visitar a mi padre una vez por semana, con mi bicicleta. Era un momento de paz dentro del torbellino que era mi vida de autónomo, en el que intentaba arrebatarle alguna emoción, con palabras cariñosas o con música.
La primera ve que fui a visitar a mi padre en silla de ruedas se puso a llorar. No creo que me reconociera, llevaba ya años desde la última vez. Pero quiero pensar que algo encajó en su cerebro… El caso es que me invadió una tristeza infinita, me vi incapaz de contener las lágrimas y me puse a llorar con él. Desde entonces no he ido más de media docena de veces, porque el corazón se me encogía, literalmente, cada vez que nos veíamos, los dos en silla de ruedas…

Ayer ese sufrimiento llegó a su fin. Mi padre vuelve a ser libre. Recordadle cómo era en vida, su optimismo, su alegría… La serenidad que transmitía. Recordad todo lo que ha aportado a vuestras vidas. Mientras le recordéis, mi padre seguirá viviendo dentro de vosotros.»

 

Abuela gruñona

Mi relación con mi madre siempre ha sido tormentosa.

Ya de pequeño, cuando sacaba todo sobresalientes y un notable, solo se fijaba en el notable. Aquello me daba mucha rabia. Y lo peor era cuando comparaba mis notas con las de algún amigo. Me daba la impresión de que solo quería mis sobresalientes para poder presumir ante sus amigos.

Yo he heredado el genio de madre, así que aquellos enfados no eran poca cosa. Mi padre hacía de mediador, que básicamente consistía en intentar calmarme, porque mi madre no cedía. Nunca en su vida me pidió perdón por nada, así que todos aquellos enfados terminaban invariablemente cuando yo «volvía al redil». Me parecía tremendamente injusto que mi padre se pusiera del lado de mi madre incluso cuando sabía que no tenía razón. «Es tu madre», era su argumento favorito; y razón no le faltaba. Pero yo me cabreaba tanto que a veces tardaba meses en volver al redil.

La situación se recrudeció al hacerme mayor. No fui un adolescente fácil. No le gustaba mi forma de vestir, le disgustaban mis aficiones, le hacía feos a mis novias, no aprobaba mis ideas; no quería que saliera por las noches… Y durante la carrera, cuando mis notas comenzaron a ser mediocres, la tensión en casa era casi constante. El cuarto año estallé con una crisis de ansiedad. No fue culpa suya, pero sí fue un factor. Lo que más me extrañó es lo poco comprensiva que fue, teniendo en cuenta que ella ya era una «veterana» de los problemas de ansiedad.

Riña

Una escena habitual en mi juventud

Ya tenía claro que debía independizarme, pero no tenía los medios y —tal como me iba en la carrera— estaba bastante lejos de conseguirlos. La solución —temporal— fue irme a estudiar al extranjero, con una beca Erasmus. Pero a la vuelta el panorama no tardó en volver a ser el mismo. Hasta que la fortuna llamó a mi puerta. Encontré trabajo de traductor y en cuanto pude me independicé.

Fue irme de casa y empezar a «llevarme bien» con mi madre. Ella seguía igual, pero desde la distancia nos soportábamos mejor. El problema era la convivencia.

Cuando mi padre empezó a sufrir Alzheimer, mi madre pretendió seguir con su vida como antes. En uno de sus numerosos viajes, extravió a mi padre y pasó tan mal rato que desde entonces me pidió que viajara con ellos para ayudar. En realidad no era «ayudar», era «ocuparme» de mi padre, porque ella siempre estaba distraída con sus amigas o hablando con los guías. Eran viajes que me resultaban muy gravosos: no solo eran muy caros, para un autónomo dejar de trabajar significa dejar de ingresar y —aunque eran viajes muy chulos— viajar acompañado de personas que te doblan en edad no es la forma idea de pasar tus vacaciones. Lo cierto es que lo hice más por mi padre que por mi madre, para que disfrutara de los últimos años de lucidez limitada que le quedaban.

Travieso

No he sido un hijo fácil

Mi madre tardó poco en pedirme insistentemente que volviera a casa para ayudarle. Yo no estaba dispuesto regresar al punto de partida, sabía lo que supondría retomar la convivencia con mi madre y por los viajes sabía que esa «ayuda» que pedía en realidad era mucho más. Llegamos a un acuerdo: me mudé a nuestra antigua casa —que mis padres mantenían alquilada— para estar cerca de ellos y me hice cargo de todos sus temas económicos y sus papeles, que hasta entonces siempre había llevado mi padre. Tuve que dejar parte de mis clientes, cosa que no me vino mal del todo de cara al futuro, porque empecé a valorar el tiempo libre.

Hasta que mi madre empezó a estar mal. Le acompañé a varios psiquiatras y neurólogos, a veces con su hermana y su prima. Y entonces llegó mi lesión medular. Casi toda la responsabilidad, sumada a la carga que ahora suponía yo, recayó sobre mi hermano Carlos.

A mi regreso, nueve meses después, volví a ocuparme de los temas médicos de mi madre —con la ayuda de Claudia— y del papeleo; volvía con muchos ánimos y estaba deseando hacer algo útil. Mi casa todavía no estaba lista, así que no me quedaba más remedio que vivir en casa de mi madre. La convivencia todo este tiempo ha sido muy difícil, supongo que para ambas partes. Y la carga de mi madre me ha ido resultando cada vez más pesada.

Lo que he vivido estos dos años es lo mismo que viví antes de independizarme, aumentado por la enfermedad de mi madre y mi propia discapacidad. El último año se estuvo aprovechando de mi estado, sobre todo cuando estábamos a solas. Y estos últimos meses había cogido la desagradable costumbre de reírse de mí. Yo le dije algunas cosas muy feas. Además, estaba provocando discusiones entre los hermanos. Así que un día estallé, decidí que hasta ahí había llegado, que dejaba de ocuparme de mi madre, de sus médicos y de todas sus historias. Le pedí a Carlos que acabara mi casa cuanto antes y les dije a mis dos hermanos que iba a pasar en casa —con mi madre— el menor tiempo posible.

Abuela gruñona

«¡Con tu tío y tu tía irás a Bel Air»

Las consecuencias no se hicieron esperar. Ya el mismo sábado me empezaron a llamar familiares y amigos alertados por vecinos: mi madre, sola, se había descontrolado. Mi respuesta siempre era la misma: yo ya no me ocupaba de mi madre. El domingo fue una repetición de la tarde del sábado, por la mañana y por la tarde. Al quedarse sola, sentía miedo y se descontrolaba.

Pero lo peor sucedió el lunes, que era feriado. Decidido a permanecer alejado, pasé la mañana y comí fuera. Volví brevemente a casa y abrí la cocina —es el único sitio de la casa donde puedo lavarme los dientes y allí escondo mis medicinas—. Mi madre se abalanzó y aunque ya había comido, se puso a vaciar el frigorífico. No tenía ninguna intención de salir, pero yo debía irme y no podía dejar toda la comida y las medicinas a su alcance, así que hice lo que otras veces había funcionado: cerré la cocina con llave con ella dentro. Cogí el abrigo y un par de cosillas de mi habitación y fui a abrir la cocina para que saliera. Sin embargo, al abrir no la vi dentro. Llamé y no respondió. Vi la ventana de la galería abierta y entré en pánico. La silla no me dejaba acceder a la galería, así que temiéndome lo peor, bajé a toda prisa. Fueron los dos peores minutos de mi vida, solo superados por los momentos anteriores al derrame en la médula. Efectivamente. Allí la encontré, tumbada en medio del césped, con el camisón, con el tobillo en una posición imposible. Me encontré una escena horrible. Sin embargo, estaba viva. Y de hecho, se encontraba milagrosamente bien, cuerda, y sin mucho dolor.

No sé qué le llevó a esa situación. Quizás se vio encerrada y solo encontró esa salida, puede que intentara llamar la atención después de pasar dos días prácticamente sola… O quizás solo se cayera, como ella dijo. En cualquier caso, fue una caída desde un segundo piso alto y hemos tenido mucha suerte de que vaya a recuperarse; esperemos que casi del todo.

Desde entonces, no he tenido más remedio que volver a ocuparme de mi madre. Sin embargo, cada vez lo estoy haciendo más desde un segundo plano. Así debió ser desde mi regreso de Toledo; fue un error por mi parte pretender más. Ahora debo asumir mi parte de la culpa y —sobretodo— aprender de lo sucedido. Me está costando mucho dedicarme más tiempo «robándoselo» a mi madre, pero estoy convencido de que es mejor para ambos (y ahora mismo lo necesito). Nunca podrá resarcir la deuda que tengo con mi madre —por muchas desavenencias que hayamos tenido—, pero todo lo que he hecho por ella estos años me deja la conciencia bien tranquila.

Ya veremos qué nos depara el futuro, pero espero haber aprendido la lección. A veces las cosas tienen que ser de una determinada forma y forzar para que sean de otra no es bueno para nadie.