Música: One, de Metallica
Juego: Agricola, de Uwe Rosenberg
Estuve dos meses —desde mediados de marzo hasta finales de mayo— ingresado en el Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid, bailando entre la UCI y varias plantas: Neurología, Medicina interna… Tuve fiebre alta desde el primer hasta el último día; en la UCI la controlaban con potentes antitérmicos, pero en cuanto bajaba a la planta, sin tanta vigilancia, la fiebre se disparaba sin control. La primera vez llegué hasta 41,5º, entré en coma y tuvieron que sumergirme en un baño de hielo.
Tuve un par de infecciones y algún que otro problemilla de propina, pero los efectos de la fiebre consiguieron que apenas los notara. No descubrieron la causa de la fiebre hasta casi el final.
Trataron el derrame —la causa de mi lesión medular— con corticoides a cascoporro, y durante la exploración descubrieron un cavernoma —una malformación de un vaso sanguíneo— en la zona dorsal. No me había dado ningún problema, pero lo redujeron quirúrgicamente por precaución.
Estuve bastante mal, muy cerca de morir en un par de ocasiones, según me dijeron después. Pero lo que me minaba la moral era la fiebre alta; combinada con los antitérmicos —que me daban mucha sed— y los efectos de los corticoides, apenas me dejaban hablar con la gente que se molestaba en venir a visitarme, sobre todo por las tardes, ni seguir las conversaciones durante más de cinco minutos. Solo conseguía ver series o películas en el ordenador cuando estaba en la UCI, fuertemente medicado.
Físicamente, solo podía mover los brazos, muy débiles, la cabeza y, a duras penas, las manos. Con los brazos sudaba para levantar barritas de sodio de 100 gramos y con los dedos no lograba hacer mella en las pelotas de goma más blandas. A pesar de ello, realizaba series de ejercicios todos los días una docena de veces, junto a ejercicios respiratorios con un cacharro que llegué a odiar; los músculos de los pulmones estaban tan débiles que ni siquiera podía toser.
Meses más tarde descubrí que durante toda mi estancia en Valladolid, y el primer mes de Toledo, había estado delirando.
Los médicos, las enfermeras y las auxiliares me trataron fenomenal, pero lo mejor de esta etapa fueron mis familiares y amigos. No podía coger el móvil y aunque me lo dejaran en la cama, mis dedos no tenían fuerza para pulsar el botón de activación de la pantalla, así que no avisé a nadie de mi infarto. Pero casi todos acabaron enterándose, sobre todo los de Valladolid. Mientras estuve en la UCI, los visitantes tuvieron que turnarse para entrar todas las mañanas y todas las tardes durante los horarios de visita, hasta el punto de que el personal médico no paraba de hacer chistes al respecto. Pero eso no es nada comparado con lo que sucedió mientras estaba en planta: dado lo inestable de mi fiebre, necesitaba vigilancia constante, así que se turnaron para no dejarme ni un minuto a solas… ¡durante un mes! Si en algo he tenido suerte en mi vida, sin duda ha sido con mi familia y mis amigos.
Enseguida me hablaron del hospital de parapléjicos de Toledo y esta se había convertido en mi meta, en una especie de sanatorio idealizado que sería clave para mi recuperación. Sin embargo, según decían, no podían enviarme allí hasta averiguar la causa de la fiebre y tratarla. Mi incapacidad de hacer algo para conseguirlo me frustraba.
Sin duda, estos fueron mis peores momentos. Desde el principio asumí mi lesión bastante bien, no me deprimí ni me amargué, pero la falta de mejoría, la necesidad de recurrir a ayuda para todo y la continuidad de la fiebre me fueron minando la moral. He de reconocer que en algunos momentos pensé en tirar la toalla; creo que no lo hice porque no podía decepcionar a mis seres queridos, después de lo mucho que se habían volcado conmigo.
Cuando ya había asumido que lo de Toledo iba a tardar y menos lo esperaba, me llegó la noticia: ¡al día siguiente me trasladaban allá!