Música: La senda del tiempo, de Celtas Cortos
Juego: Fürstenfeld, de Friedemann Friese
Hay pocos momentos en la vida de una persona que puedan considerarse puntos de inflexión. Diría que somos animales de costumbres, pero creo que todos los animales lo son; al igual que un animal suele volver al lugar donde ha encontrado comida, nosotros nadamos por la vida aferrándonos a lo conocido. Nos cuesta cambiar, porque los cambios no nos gustan.
Quizás el primer gran cambio del que somos conscientes es el que suponen el primer trabajo y el primer sueldo. La independencia de nuestros padres también lo es. La convivencia con nuestra pareja suele ser un cambio gradual que no podemos calificar de punto de inflexión. Otra cosa es la paternidad. Pero a partir de ahí, una persona media no tendrá que enfrentarse a muchos más cambios de envergadura hasta llegar a la jubilación, que quizás sea el último.
Para mí la paraplejia fue un gran cambio; los dos meses que pasé en Valladolid fueron horrorosos, agobiantes y febriles, solo aliviados por el cariño de la gente. El traslado al HNP de Toledo fue un gran cambio positivo, recuperé parte de la movilidad y los ánimos. Pero la vuelta a Valladolid, el choque con la realidad, las estrecheces de una casa normal y sobre todo los problemas de salud constituyeron otro punto de inflexión negativo.
Ahora me traslado a un viejo chalet que mis padres tienen cerca de la ciudad. Solo estaremos un par de meses y puede que acabe siendo un punto de inflexión, pero sin duda va a ser un gran cambio para mí. Y esta vez toca que sea para mejor.
Para otras personas —con la ciudad a cuarto de hora en coche— no supone un traslado tan permanente como lo es para mí. Además de arrastrar toneladas de equipo sanitario y ortopédico, abandono la comodidad de las costumbres adquiridas y los trucos aprendidos durante estos siete últimos meses para enfrentarme a otra vivienda y entorno diferentes, seguramente hostiles.
La verdad es que mi hermano (el ingeniero con máster en Columbia) ha hecho un trabajo fantástico para hacer que el chalet sea accesible, como podéis ver en las fotos. El entorno, en cambio, es decididamente hostil, con aceras completamente intransitables y largas distancias —para mí inabordables— hasta la tienda más cercana. Pero me lo voy a tomar como un desafío. O más bien como varios desafíos menores, para ir disfrutando del sabor de esas pequeñas victorias. Como ya os adelanté en la última entrada, tengo planes y todo.
Hace bastante que no os hablo de mi estado de salud. El tratamiento del médico de Toledo no está funcionando. Sigo con fuertes dolores que se manifiestan cuando apoyo la zona lumbar. Son tan «instantáneos» que solo puedo realizar desplazamientos cortos con la silla de ruedas. Y no suelo aguantar más de un par de horas antes de tener que volver a tumbarme; de lado, por supuesto, porque boca arriba supone presión sobre mis lumbares. Y otra novedad desafortunada: los viajes en coche, por breves que sean, me marean mucho.
Si supero cualquiera de esos límites, empiezo a sentir una presión atenazadora en la zona sin sensibilidad que rodea los pulmones, se me acelera la respiración, las pantorrillas y el abdomen comienzan a arder con una intensidad brutal y recibo la visita de un viejo enemigo que había olvidado: la ansiedad.
Un tema que, para no extenderme mucho, abordaré la semana que viene.